Arte y Fe

Noli me tangere
Laurent de la Hyre (1606-1656),
Museo de Pintura y Escultura, Grenoble, Francia
EL MISMO AÑO DE SU MUERTE, el pintor parisino Laurent de la Hyre realizó la presente obra para la Cartuja de Grenoble. Sus primeros pasos en el mundo de la pintu­ra los dio junto a su padre, Étienne de la Hyre, aunque su obra rápidamente dejará sentir la influencia de su maestro, Jean Baptiste Lallemant, en cuyo taller tra­bajó durante algún tiempo. Su formación se consolida con el estudio de las obras de Primaticcio y Dubois, pintores de la corte de Enrique IV que pudo admirar en Fontainebleau. Aunque no viaja a Italia, Laurent de la Hyre se acerca a los maestros del renacimiento veneciano a través de las colec­ciones reales y de la contemplación de las obras de Tiziano y Veronés que poseía el duque de Liancourt en su co­lección privada. Esto determinará en sus inicios una pin­tura colorista, alejada del tenebrismo caravaggista que siguieron otros maestros franceses del siglo XVII.
A medida que evoluciona su carrera, también Poussin se convierte en referencia para su pintura, especialmen­te con la introducción de ruinas clásicas como fondo de sus escenas. Laurent de la Hyre trabajó para la aristo­cracia y las órdenes religiosas realizando tanto compo­siciones sacras como mitológicas. Estos últimos temas los abordó también en cartones que servían de modelo para tapices. Si bien sus composiciones se considera­ban excesivamente frías y faltas del realismo expresivo alcanzado por sus coetáneos, en 1648 es nombrado miembro de la Real Academia de Pintura y Escultura de París. En sus últimos años sus pinturas remiten a maes­tros flamencos, especialmente a Foucquier, pintor que durante algún tiempo residió en la ciudad del Sena.
Al final de su vida, Laurent de la Hyre destacó como gran paisajista, aspecto que se pone de manifiesto en la recreación del Noli me tangere. La composición queda centralizada por la diagonal trazada por el gesto de Cris­to hacia María Magdalena y por el cruce de las miradas de ambos, concentrando así la intensidad dramática de la escena. Desde la Edad Media el Noli me tangere era a menudo el episodio escogido para referir la resurrec­ción, culminación de los ciclos de la pasión de Cristo. Sin embargo, este maestro no sigue las pautas icono-gráficas generalizadas hasta entonces, sino que realiza una libre interpretación de la escena.
     Lo habitual es que, siguiendo la narración del evan­gelio de san Juan, Cristo fuera representado con atribu­tos iconográficos y vestimentas propias de un hortelano, pues dicho texto señala que María inicialmente no re­conoce a su Maestro y lo confunde con un jardinero: Ella, creyendo que era un hortelano... (Jn 20, 15). De la Hyre concentra toda la atención en el diálogo de Cristo con María Magdalena, especialmente en el instante final, cuando Cristo reconviene a la mujer diciéndole: No me toques, porque todavía no he subido a mi Padre (Jn 20, 17). En esta imagen el gesto de Cristo traduce la firmeza de sus palabras. Frente a él, la mujer reconoce a su Maestro al escuchar su nombre y se arrodilla sor­prendida y conmovida ante su presencia.
Aunque tradicionalmente en esta escena Cristo apa­rece vestido de blanco y con el torso al descubierto para mostrar la llaga del costado, de la Hyre lo envuel­ve en una túnica azul con gran variedad de pliegues que permiten entrever los movimientos de su anato­mía y subrayan el modelado escultórico y monumental de la figura. Los ropajes de la Magdalena, con brillos propios de la suntuosidad de sus telas, recuerdan el pasado pecador de la mujer que es perdonada y con­vertida en primera testigo de la resurrección de Cristo. La conmoción de quien no se siente rechazada por su pecado se revela en la idealización de un rostro traba­jado a partir de modelos clasicistas.
La utilización de colores contrastados para los perso­najes principales se completa con la suavidad cromática de un paisaje posiblemente inspirado en la propia ciudad de Grenoble. La utilización de luz natural, la alternancia de espacios sombreados en los primeros términos de la pintura, la proyección de las sombras de las figuras son recursos que dirigen nuestra mirada a la profundi­dad del paisaje. Este tratamiento perspectivo acentúa a su vez la sensación de lejanía, al difuminarse los contor­nos de los planos más alejados frente a la precisión del dibujo que define las figuras. La luz sirve a su vez para la recreación del alba, cuando tuvo lugar el encuentro.
La resurrección se hace explícita también por la pre­sencia del ángel que custodia el sepulcro vacío, deta­lle que distancia al pintor del relato bíblico de san Juan, donde se citan dos ángeles, vestidos de blanco, senta­dos en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús (Jn 20, 12). De la Hyre recorta esta figura en una luz do­rada, antinatural, de carácter simbólico, para diferenciarla de la humanidad de los protagonistas y para subrayar el acontecer del milagro. Su figura resulta excesivamente fría e inexpresiva respecto a los personajes principales, en quienes centra su mirada para no romper la unidad compositiva. Apenas perceptible, sobresaliendo del se­pulcro y bajo la mano derecha del ángel, asoma el suda­rio blanco, motivo iconográfico propio de la escena de la resurrección de Cristo. De la Hyre funde en esta obra las dos formas de representar el sepulcro que hasta ahora se habían desarrollado en la iconografía: la piedra sella­da, inspirada en los evangelios, y el sarcófago, que res­ponde habitualmente a modelos anacrónicos.
La presencia del ángel, que es acompañado frecuente­mente en la iconografía de esta escena por los soldados dormidos a los pies del sepulcro, determina la sucesión narrativa de tiempos en la pintura, pues remite al diálogo que el ángel había entablado con la Magdalena antes de que ésta reconociera a Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? Ella contestó: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dón­de lo han puesto (Jn 20,13). Pero el foco de la pintura no son los detalles, sino la imagen de la Magdalena, símbolo de la conversión y el arrepentimiento, primera testigo de la resurrección y clave para mover la fe de los apóstoles al responder al mandato de Cristo: Anda, vete y diles a mis hermanos que voy a mi Padre, que es vuestro Padre, a mi Dios, que es vuestro Dios (Jn 20, 17).
                                                   María Rodríguez Velasco
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Las Edades de Hombre en Aranda de Duero
 El título elegido para esta nueva edición es un término latino como en las últimas ediciones, EUCHARISTIA. Un tema que será abordado desde diferentes perspectivas, centrándose en su faceta de comida festiva y sacrificio.
      Como ilustración del cartel, el pintor Eduardo Palacios nos deleita con un dibujo a lápiz que aborda de forma minuciosa el tema de la Eucaristía como comida festiva y también como sacrificio. Pan, platos, vino, agua, servilleta... nos hablan de la preparación de una comida, contexto en el que surge la Eucaristía, como una estructura convivencial, como de una comida festiva, teniendo como trasfondo la cena pascual judía (Pesaj), que se nos narra en el libro de Éxodo (Ex 12-43-51) y que en el cristianismo se convertirá en Banquete Pascual, como se narra en el capítulo 6 del evangelio de San Juan, siendo el cuerpo de Cristo la comida y la bebida el vino, su sangre. De manera sutil el artista también nos habla de sacrificio, de la muerte de Cristo como el Siervo de Yahvé (Isaías) de cuyo costado manó sangre y agua al ser traspasado por la lanza. Tímidamente, en el dibujo, una gota de vino recorre el cáliz hasta descansar en el mantel, como la sangre que naciendo en sus manos, corrió libremente a lo largo de los brazos de Cristo. El agua, con una presencia significativa en el dibujo, también nos habla del sacramento del Bautismo y de la necesidad de él para sentarse a la mesa.
La tipografía utilizada “TrajanPro”, se inspira en las inscripciones existentes en la base de la columna de Trajano en Roma.
       Se trata, por lo tanto, de una propuesta didáctica, estéticamente serena y bella, que aborda los aspectos más relevantes de la Eucaristía Cristiana y que anticipa lo que el visitante podrá encontrar en la exposición.
      Para esta ocasión se están acondicionando dos templos, Santa María y San Juan. En Santa María se dispondrán los tres primeros capítulos y en San Juan el cuarto y último capítulo del que consta el guión de EUCHARISTIA.
     El guión, organizado en cuatro capítulos, se basa en un recorrido por la historia de la Eucaristía:
§  El PRIMER CAPÍTULO abarcará el trasfondo humano previo sustentado sobre realidades comunes a los seres humanos, se desarrollarán los elementos básicos de la Eucaristía como el pan, el vino y el banquete, pues no hay que olvidar que la Eucaristía surge en una cena festiva, una cena pascual.
§  El SEGUNDO CAPÍTULO ilustra la Eucaristía desde la perspectiva del Antiguo Testamento, basándose en los relatos acontecidos a destacadas figuras como Abraham y su hospitalidad, Isaac y su sacrificio, y pasajes tan recurrentes como El maná en el desierto o la alianza del Sinaí, entre otros
§  El TERCER CAPÍTULO trata el tema de la institución de la Eucaristía en el Nuevo Testamento, a través de tres etapas: los orígenes en Jesús, institución de la misma y la primera Iglesia
§  El CUARTO CAPÍTULO presenta las dimensiones esenciales: banquete, sacrificio, presencia real del cuerpo de Cristo, celebración, compromiso de caridad y concluye con una propuesta de dimensión cósmica de la Eucaristía.
DURACIÓN: Mayo -Noviembre 2014
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Visión de Ezequiel, Ca. 1518
Rafael de Sanzio, 1483-1520,
Galleria Palatina, Palacio Pitti, Florencia
Rafael se consagró como uno de los máximos repre­sentantes del Cinquecento italiano. Nacido en Urbino, hijo de un modesto pintor que le transmitió sus prime­ros conocimientos pictóricos, su verdadera formación se completa en Perugia, en el taller de Pietro Vannucci, más conocido como «el Perugino-. Junto a él configura su estilo inicial de figuras idealizadas y gran equilibrio compositivo, con amplios estudios espaciales que en ocasiones dan ca­bida a motivos arquitectónicos inspirados en sus contempo­ráneos, como los del también italiano Bramante.
En 1504 un viaje a Florencia le lleva a estudiar mi­nuciosamente la obra de Leonardo da Vinci, del que admiraba especialmente el estudio psicológico de sus personajes a través de los rostros y de la retórica de los gestos. Cuatro años más tarde, en 1508, Rafael fue llamado a Roma por el papa Julio II para cola­borar en la decoración de las estancias del Palacio Vaticano. En esta intervención, que ocuparía al pintor hasta su muerte, se puede advertir la evolución de su estilo, desde el clasicismo inicial hasta el manierismo que caracterizará su obra más tardía y que revela la influencia de Miguel Ángel.
Composiciones desbordadas, movimientos violen­tos, colores vivos contrastados son algunas de las no­tas manieristas que pueden advertirse en la Visión de Ezequiel, conservada actualmente en la Galería Palatina de Florencia. Sobre una luz dorada de emi­nente carácter simbólico, se recrea la sobrenatural visión. La figura de Cristo como Todopoderoso, en escorzo ascendente y sostenida por los ángeles, se presenta desprovista de atributos iconográficos relativos a su poder. Únicamente un manto envuelve la figura en su parte inferior, introduciendo una nota de color en el centro de la imagen y haciendo posi­ble un gran estudio anatómico del torso. Esta figura queda entronizada sobre los motivos que compo­nen el tetramorfos, la representación simbólica de los cuatro evangelistas: san Mateo como ángel, san Marcos como león, san Lucas como toro y san Juan como águila. Los cuatro, de acuerdo a los textos bíblicos, se muestran como personajes alados, aunque no portan el libro, habitual en sus representaciones para aludir a los cuatro evangelios.
La presencia de los ángeles, como custodios de Dios, y de los cuatro vivientes acentúa el poder de las figuras. Rafael combina el tratamiento lumínico de la Gloria con una pequeña apertura al paisaje en a parte inferior de la obra, suficiente para introducir profundidad en la composición. El movimiento, las anatomías modeladas por el claroscuro que revelan la tensión interior de las figuras y los rostros alejados de cualquier idealización muestran claros ecos del Miguel Ángel de la Capilla Sixtina.
Los orígenes iconográficos del tetramorfos se remon­tan al siglo V, si bien su representación se generalizó especialmente en la Edad Media, en los tímpanos es­cultóricos de las portadas, en la decoración de los Bea­tos, copias ilustradas del libro del Apocalipsis, y en los conjuntos decorativos de pintura mural. Rafael conoce la tradición y la reinterpreta con un tratamiento realista de las figuras, desprovistas de atributos iconográficos.
Es el capítulo primero del Libro de Ezequiel el que inspira esta iconografía al describir los cuatro animales vivientes con cuatro caras y cuatro alas cada uno. El Libro precisa que en cuanto a la forma de sus caras, era una cara de hombre, y los cuatro tenían cara de león a la derecha, cara de toro a la izquierda y cara de águila (Ez 1, 1 1 - 1 2). En este texto ade­más se describe que la visión celestial se revela en medio de un viento huracanado (Ez 1, 1 1), detalle que también pa­rece transmitir Rafael a partir del dinamismo de sus figuras. Esta repre­sentación se inspira de igual forma en el capítu­lo cuarto del Apocalip­sis: En medio del trono, y en torno al trono, cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El pri­mer viviente, como un león; el segundo viviente, como un novillo; el tercer viviente tiene rostro como de hom­bre; el cuarto viviente es como un águila en vuelo. Los cuatro vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos alrededor y por dentro... (Ap 4, 6-8).
A partir de estos escritos la interpretación del tetra­morfos se enriqueció notablemente con las lecturas sim­bólicas de san Ireneo, san Jerónimo y san Gregorio. Los dos primeros explicaban estos símbolos señalando que san Mateo se identifica con el hombre-ángel, pues su evangelio profundiza en la naturaleza humana de Cristo, comenzando con la exposición de la genealogía de Je­sús; san Marcos, con el león por iniciar su escrito con la predicación de san Juan Bautista en el desierto, siendo el león el animal del desierto por excelencia de acuerdo a los Bestiarios medievales; san Lucas, con el toro por comenzar su evangelio con los sacrificios que deben ofrecerse a los dioses, siendo éste el holocausto más preciado; san Juan, con el águila, pues su narración es la más elevada desde el punto de vista teológico, siendo ésta el ave capaz de volar hasta el sol sin deslumbrarse. El iconógrafo Emile Mále señala que esta interpretación fue difundida por los leccionarios del siglo XII y que en las festividades de los evangelistas era habitual que se explicara dicha argumentación a los fieles.
Pero los textos de san Ireneo y san Gregorio dan un paso más en la interpretación de estas figuras, conside­rando los cuatro seres reflejo de Cristo como hombre, rey, sacerdote y Dios. En este sentido san Ireneo, en Adversus haereses, afirma: «El primero de los vivientes, se dice, es semejante a un león, lo que caracteriza la potencia, la preeminencia y la realeza del Hijo de Dios; el segundo es semejante a un novillo, lo que manifies­ta su función de sacrificio y de sacerdote; el tercero tiene rostro parecido a un hombre, lo que evoca cla­ramente su venida a la humanidad; el cuarto es semejante a un águila voladora, lo que indica el don del Espíritu volando sobre la Iglesia. Los Evangelios estarán, por tan­to, en conformidad con esos vivientes sobre los cuales se asienta Cristo Jesús».
A finales del siglo XI, el benedictino Honorio de Autum relacionó los cua­tro animales vivientes con los cuatro acontecimien­tos esenciales de la vida de Cristo: nacimiento (hombre), muerte (toro), resurrección (león) y ascensión (águi­la). Emile Mále señala tam­bién que desde las primeras comunidades cristianas el simbolismo del tetramorfos se explicaba durante la Cuaresma a los catecúmenos que iban a recibir el bautis­mo, proponiéndose alegóricamente las cuatro figuras como modelo de razón, inmolación, justicia y valentía.
María Rodríguez Velasco
Profesora de historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid.
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El Sueño de Jacob.
Frans Francken “el Joven” (1581-1642)
Museo de Santa Cruz. Toledo.
Nacido en Amberes, Frans Francken se presenta como destacado representante del barroco flamenco, a lo que sin duda contribuyó su pertenencia a una familia dedicada a la pintura. Esto lo atestigua el sobrenombre dado a este maestro, “el Joven”, para diferenciarlo en los círculos artísticos e intelectuales de su padre. Fue precisamente éste, Frans Francken “el Viejo”, quien guió su aprendizaje pictórico hasta 1605, año en que adquirió la maestría e ingresó en el gremio de pintores de San Lucas. Además la definición de su lenguaje pictórico se enriqueció con la influencia que grandes maestros como Rafael, Veronés o Zuccaro ejercieron en su obra. De Rafael admiraba el equilibrio en el orden compositivo de sus pinturas, mientras que Zuccaro le inspiraba un gran sentido colorista y Veronés la suntuosidad y la exuberancia propias del manierismo. Del mismo modo se ha confirmado que utilizó estampas de Durero para guiar la ejecución de sus figuras.
En su extensa producción se especializó en obras de gabinete, de pequeño formato, en las que presentaba temas religiosos, históricos y mitológicos. A menudo realizaba réplicas de sus pinturas a fin de responder a la demanda de la nobleza y los eclesiásticos de su ciudad natal. Entre estos óleos se encontraría El sueño de Jacob (Gn 28,10-22), donde apreciamos a primera vista el tratamiento elegante y estilizado que caracteriza las figuras de Francken “el Joven”, así como su técnica minuciosa en las vestimentas y detalles secundarios.
Siguiendo fórmulas iconográficas habituales a la hora de representar este episodio, el patriarca se muestra recostado, en una disposición que tendría sus antecedentes en la escultura helenística. Al tratamiento realista de su rostro se añade la utilización de un atuendo que evoca aquel que identificaba a los peregrinos desde la Edad Media, quizá para subrayar con este detalle que Jacob se encontraba camino de Jarán. Así Francken reviste a Jacob con sombrero de ala ancha y amplia capa y sitúa junto a él la calabaza portadora del agua. El autor hace contrastar en la imagen el realismo del personaje protagonista con la mayor idealización de los ángeles, trabajados a partir de la técnica más desecha e imprecisa, dando prioridad a las manchas de color sobre el dibujo.
Sobre el patriarca, la escala celeste, representada de modo concreto en su parte inferior a través de la sucesión de peldaños, pero diluida en un haz lumínico en su parte superior. Mediante el empleo de luz y color, el pintor diferencia la imagen real de la imagen soñada, más poética, en contraste con el realismo de figura y paisaje. De este modo, la luz adquiere tintes simbólicos en el centro de la composición frente a la luz atmosférica del paisaje, que unifica los distintos planos compositivos desde la precisión inicial a la ciudad que se pierde en la lejanía. En esta pintura se pone de manifiesto cómo durante el renacimiento y el barroco la representación de la escala de Jacob servía de pretexto para la representación de amplios paisajes a partir de la perspectiva aérea.
El tratamiento en profundidad de la escena queda asimismo subrayado por la disposición del patriarca marcando la sucesión de planos compositivos. El estatismo de la figura contrasta con el dinamismo de las figuras angélicas, que marcan un sentido ascendente que culmina en la representación de Dios Padre, identificado por la bola del mundo (“el Señor que estaba en pie sobre ella” Gn 28,13) Estas pequeñas figuras, de trazo impreciso y técnica más suelta, se convierten también en acentos cromáticos que equilibran la composición. Esta unidad cromática entre el patriarca y los ángeles no se advierte, sin embargo, en el paisaje, que mezcla una paleta realista con tintes más decorativos. A este decorativismo se suman los motivos pintorescos apenas perceptibles en el fondo de la pintura, aves coloristas que muestran el deseo de Francken de introducir motivos exóticos como reflejo de su afición coleccionista.
Entre los elementos del paisaje de las representaciones de “El sueño de Jacob” cobra especial protagonismo la piedra sobre la que se recuesta el patriarca (“Tomó una piedra, se la puso de cabezal y se acostó” Gn 28,11) Los textos trazaban un parangón alegórico entre esta roca, piedra angular del templo, y Jacob, padre de las doce tribus de Israel.
Además, a partir del gesto simbólico de la unción, realizado por Jacob tras despertarse del sueño como reconocimiento de la presencia de Dios, esta piedra fue considerada símbolo del altar cristiano: “y levantándose temprano tomó la piedra que se había puesto por cabezal, la erigió a modo de estela y derramó aceite sobre ella. Y llamó a aquel lugar Betel, es decir, casa de Dios” (Gn 28,18-19)
Las interpretaciones alegóricas de esta escena parten también de la escala que, “apoyándose en la tierra, tocaba con su vértice el cielo” (Gn 28, 12), imagen del camino de virtud para el hombre y prefiguración de la ascensión de Cristo al Padre. San Ireneo indicaba que la escalera, en cuanto que reconciliaba las cosas del  cielo y de la tierra, era figura de la cruz, aspecto que podría evocar en esta imagen el ángel más próximo a Jacob con sus brazos abiertos. El monje Honorio de Autum, en sus escritos del siglo XI, exponía que los peldaños  de la escala de Jacob simbolizan las virtudes, los ángeles que ascienden son imagen de la vida contemplativa y los que descienden de la vida activa. Quizá esta riqueza en las interpretaciones explique la presencia de este tema en los orígenes de la iconografía cristiana, en Dura Europos o en la catacumba romana de Vía Latina.
María Rodríguez Velasco. www.magnificat.com
 
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Paso del Mar Rojo
Nicolás Possin (1594-1665)
Galería nacional Victoria. Melbourne. Australia
Nicolas Poussin es uno de los grandes representantes del barroco francés, aunque lo cierto es que la mayor parte de su obra la llevó a cabo en Italia, más concretamente en Roma. Su primer contacto con el clasicismo italiano se da de modo indirecto, a través del estudio de los grabados de Rafael y Giulio Romano que realiza en la Biblioteca Nacional de París. Allí llega tras una formación inicial en el taller de Noél Jouvent, en la localidad de Rouen. En 1624 se instala en Roma, donde desde el principio entra en el círculo artístico e intelectual del Cardenal Barberini, enta­blando una gran amistad con su secretario, Cassiano dal Pozzo, gran protector de artistas e impulsor de una biblio­teca de autores griegos y latinos. Esto favorecerá su acercamiento a la cultura clásica, que hará despertar su interés por la arqueología y por las colecciones de objetos de la antigüedad.
El Paso del Mar Rojo (relatado en Ex 14-15) responde a un encargo de la familia Pozzo, en concreto de Amadeo dal Pozzo, marqués de Voguera, para decorar su palacio de Turín. Se conservan dibujos preparatorios para la recreación de este tema, reinterpretado por Poussin en diversas ocasiones y trabajado en este caso como si se tratara de un relieve romano pintado. También en la anti­güedad romana parece inspirarse la retórica de los gestos, que imprimen a la obra gran teatralidad a partir de un amplio repertorio de posturas y expresiones. Las diferen­tes actitudes orientan la mirada del espectador, que ha de centrarse no sólo en Moisés como prefiguración del Mesías, sino también en las mujeres y los niños que transmiten el dramatismo de la huida o en los hombres que suplican al Señor la liberación de su pueblo.
También el paisaje subraya la narratividad de la pintu­ra, al recordar que el Señor los precedía por el día en una columna de nube para marcarles el camino, y por la noche en una columna de fuego para alumbrarlos: así podían caminar tanto de día como de noche (Ex 13, 21). Este detalle, que pudiera ser casi anecdótico en la obra de Poussin, se llena de significado a la luz de los textos de san Pablo, que ve en la columna de fuego y de nube el símbolo del Espíritu Santo. También san Ambrosio de Milán (siglo IV) da sentido a ambos motivos, tal como deja plasmado en De los Sacramentos, donde escribe: Moisés sujetaba su cayado y conducía al pueblo de los hebreos por la noche en una columna de luz, por el día en una columna de nube. ¿Qué otra cosa es la Cruz sino la verdad que derrama una luz invisible y clara? La columna de luz, ¿qué es sino Cristo, el Señor, que ha expulsado las tinieblas de la incredulidad y ha derramado en el corazón de los hombres la luz de la ver­dad y de la gracia? Pero la columna de nube es el Espíritu Santo...
Como se observa en las citas anteriores, las primeras comunidades cristianas a menudo retomaron los relatos del Éxodo como objeto de interpretaciones alegóricas; también Poussin evoca dichas interpretaciones a través de esta pintura. En este sentido, el cayado de Moisés, símbo­lo más representativo de esta obra, se consideraba figura de la cruz, y la escena en general era interpretada como prefiguración del Bautismo. Orígenes, Padre de la comuni­dad de Alejandría en el siglo III, indicaba que huir de Egipto es dejar las tinieblas de la ignorancia y seguir la ley de Dios. El Paso del Mar Rojo implica, por tanto, una vida nueva y la resurrección para el hombre, como también nos lo recuerda la lectura de este pasaje del Éxodo en la liturgia de la Vigilia Pascual.
Asimismo, esta idea se puso de manifiesto en la comendatio animae, plegaria fúnebre recitada en las cata­cumbas. Conocidas por los textos de san Cipriano de Antioquía (siglo II), estas oraciones imploraban la salva­ción de los fieles en continuidad con los protagonistas del Antiguo Testamento: Libra, Señor, su alma como has libra­do a Henoc y Elías de la muerte común; a Noé, del diluvio; a Abraham, de la ciudad de Ur de los caldeos; a Job, de sus males; a Isaac, de la inmolación y de la mano de su padre; a Lot, de Sodoma y de la llama; a Moisés, de la mano del faraón, rey de Egipto; a Daniel, de la fosa de los leones; a los tres niños, del fuego del horno y de la mano del rey perver­so; a Susana, de un crimen imaginario; a David, de la mano de Saúl y de la de Goliat; (...) Dígnate recibir el alma de tu fiel servidor y haz que goce contigo de los bienes celestiales.
Tanto estas oraciones como las prefiguraciones pre­sentes en la literatura patrística explican la temprana apa­rición del Paso del Mar Rojo en la iconografía cristiana, que pasó a formar parte del programa decorativo de las cata­cumbas, de sus pinturas y del relieve de los sarcófagos del siglo IV. En éstos, además, ya se subraya el protagonismo de Miriam, hermana de Moisés, como alegoría de la Iglesia, que aparece dirigiendo los coros y danzas en agra­decimiento al Señor: Miriam, la profetisa, tomó en la mano un timbal y todas las mujeres la siguieron con tímpanos formando grupos de danza (Ex 15, 20).
En la pintura de Poussin domina el dramatismo de la huida frente a la posterior alegría de la liberación, quizá porque el pintor se revela como "gran historiador", como conocedor de la tradición, y porque considera que el valor del arte descansa en lo que las imágenes narran, en este caso la salvación del pueblo de Israel. Su tratamiento pone de manifiesto que, aunque los aspectos formales cambien con el paso de los siglos, el significado de la imagen per­manece inalterable.

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Descanso

en la Huida a Egipto
Museo del Ermitage, San Petersburgo
Murillo (1617-82) es uno de los pintores españoles que más me gusta,  a pesar de que en estos momentos su pintura, casi siempre de tema religioso, no se lleve. 
Pienso que este maravilloso artista barroco sevillano  llevó a cabo,  con rigurosa precisión, la normativa del concilio de Trento de acercar y poner al alcance de  los  creyentes  los misterios de la fe.
Esta representación de la huida no puede ser más hermosa:
·       es un descanso en la larga y fatigosa jornada, aunque los protagonistas no reflejen su cansancio,  en absoluto.  En el suelo,  descansan el recipiente de agua para el camino, las alforjas con las provisiones, el hatillo de ropa y el sombrero de paja que alivia el calor del sol del desierto de Sinaí.
·       Más que un oasis de palmerales parece un bosque muy de aquí,  familiar al artista. El pinta lo que conoce.
·       A la sombra de los árboles, se desarrolla una escena  llena de paz: 
Ø   Un niño Jesús resplandeciente y luminoso, duerme plácidamente recostado en una almohada sobre una sábana extendida en una roca que le sirve de cuna
Ø   Su madre, María, el otro polo de atracción de la mirada, le contempla arrobada, y con sus manos señala al protagonista principal, que no es otro que el Hijo de Dios.  Es una muchacha joven y hermosa, con una expresión de serena felicidad en el rostro: y uno tiende a pensar que la satisfacción por su reciente  maternidad supera con mucho las incomodidades del camino.
Ø   El tercer protagonista, es un apuesto joven, con barba, que en pie contempla la escena de los dos seres que más ama.  Por su posición dominante, parece que contribuye, y mucho,  a que la paz irradie o emane de esa escena.  En su mano izquierda, sostiene  el ronzal del burro, que también está mirando  el plácido sueño  del Niño; con la derecha se recoge el manto.   
Ø   A la izquierda del cuadro,  dos angelitos abrazados contemplan, entre curiosos y alborozados, el descanso del Divino Infante.
Murillo presenta una idealizada escena de la arriesgada aventura que supone la emigración a otras tierras y a otras gentes.  El Niño Dios, nos transmite san Mateo, no está preservado de las incomodidades de ser hombre.  El Dios Encarnado no se ha dispensado de ninguna de las fatigas que agobian al ser humano.  Obedeciendo el deseo del todopoderoso soberano de la lejana Roma, se ponen en marcha de Nazaret a Belén.  Y allí,  no nace en un palacio, sino en una cueva donde encuentran cobijo los animales, y sujeto a los designios de un tirano esta vez, se ven obligados a emprender la huida  para escapar de la ira del burlado Herodes.  Y como colofón, la incertidumbre de la suerte  que les aguarda en la tierra que les acoge.  Dios proveerá, pensarían con confianza esperanzada María y José.

                                                                                         P. Santiago  Fdez del Campo msf

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PÓRTICO DE LA GLORIA

El románico fue capaz de enseñar asombrando, ejemplo de estética y de pedagogía. Asombra esta obra maestra por el claro y preciso orden de ideas plasmado artísticamente en la distribución de sus tres arcos: Una unidad lógica, con rigor escolástico, verdadera «Suma teológica» en piedra, preside, distribuye y concatena todos sus elementos que componen al mismo tiempo un drama divino y un canto apocalíptico, signo y expresión de algo que está más allá de la materia y del arte. Unamuno exclamaba: «Ante este Pórtico hay que rezar de un modo o de otro: no cabe hacer literatura»...
La fachada de principios del s. XII, fue sustituida por el pórtico actual en torno al año 1188. Es un nártex o vestíbulo encajado entre las dos torres románicas. Arquitectura y escultura se funden mara­villosamente con portentosa precisión. Más de 200 estatuas, sin contar las de los capiteles y columnas historiadas, viven, conversan o cantan en este teológico tríptico. Consta de tres arcos, corres­pondientes a las tres naves, apoyados en pilares compuestos. Es la obra cumbre del arte de la peregrinación.
Tímpano. El tema central es una gran exposición de la gloria de Dios basada en el Apocalipsis. La gloria celestial se representa en el espléndido tímpano, de extraordinarias proporciones. For­mando corona, los 24 ancianos del Apocalipsis. Sentados en sentido radial y agrupados por parejas dialogan mien­tras preparan y afinan sus instrumentos músicos: citaras, arpas, salterios, violas...: y en la clave, en lugar preferente, la zanfoña, tradicional instrumento de juglares gallegos y que Faustino Santa­lices describe como:
«Cinco cordas que cantan,
 que suspiran, rin ou choran;
 son a i-alma de Galicia
 morriñenta e soñadora ...»
En torno a la figura del Salvador, que con rostro digno y sereno preside la escena, todo está preparado para ese divino y eterno concierto que va a comenzar:.. «Digno es el Cordero de recibir toda gloria y honor»...
Columna de Jesé. La columna central que sostiene el tímpano es una prodigiosa obra esculpida en mármol. En el fuste se da un compendio de la genealogía humana de Cristo: De Jesé, recostado en la parte inferior de la columna, ascienden las ramas de su árbol a través de David que toca el arpa y de Salomón que empuña el cetro. En lo alto, libre de ramaje, como simbolizando a la Inmacu­lada, la Virgen María... El nacimiento de Jesús, las tentaciones, -comienzo de su vida pública- y la Trinidad, -genealogía divina del Hombre-Dios-, completan en sendos capiteles este resumen de la vida de Cristo.
Arco de la izquierda. Todo el Antiguo Testamento es prepara­ción para la venida de Cristo y su glorificación. En el arco de la izquierda se representa al  pueblo judío del Antiguo Testamento, cuya idea-madre es la promesa mesiánica. En la clave de la arquivolta inferior, Adán y Eva ven en medio al Salvador prometido -prin­cipio de la redención- como lo vieron proféticamente los Patriarcas que aquí aparecen. El bocel, símbolo de la esclavitud, aprisiona a las diez tribus de Israel que sufrieron el cautiverio. Entre este arco y el central, los hombres que observaron la Ley son llevados, en forma de niños, hacia la gloria de Dios.
Arco de la derecha. Si el arco de la izquierda es el Alfa, el comienzo de la Redención, el de la derecha será la Omega, el fin: El Juicio Final. En medio aparecen Cristo Juez y San Miguel, rival de Satanás en la lucha del bien y del mal. En la parte izquierda de estas arquivoltas -derecha de Cristo- se simboliza a los biena­venturados en forma de niños, protegidos por ángeles. A la izquierda del Juez Supremo, los condenados, el infierno: espeluznantes de­monios con pies de buey o de caballo engullen y atenazan a los réprobos, esclavos de los vicios. Es una composición plena de vigor dramático.
No falta el detalle anecdótico y localista del que, con no di­simulada gula, devora la empanada gallega y del que exprime el pellejo de vino.
Apóstoles y Profetas. Volvamos de nuevo al arco central. Todo el peso de la «Ciudad Celeste», de la Gloria de Dios, descansa sobre dos series de doce columnas en cuyos fustes se representa a Profetas y personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento: Moisés, grave, solemne, aguantando el peso de las Tablas de la Ley; Isaías, de adusto gesto; Daniel, con pícara sonrisa, y Jeremías, pensativo y doloroso: figuras bíblicas con profecías a flor de labios. Enfrente, Pedro con sus llaves; Pablo casi calvo; Santiago con su bordón en forma de «Tau» y de idéntico rostro al del parteluz; Juan jovial e imberbe.
Todo es realismo y perfección en este Pórtico: Apóstoles expec­tantes; Profetas dicharacheros; mirada avergonzada de Ester; gracia y encanto femenino de Judit; murmullo continuado de conversa­ciones e invitación muy expresiva al silencio... Los pliegues de los mantos no son de piedra, sino de tela; las caras no son retratos sino personas-vivas que sonríen, discuten y dialogan: un mundo apasio­nantemente humano bulle y palpita en este Pórtico, maravilla de unidad y asombro de individualidad iconográfica.
Imposible describir este torrente de vida que corre por las venas del granito y lo convierte en carne viviente y palpitante, creando esa atmósfera tan humana y tan divina. Uno palpa, dubitativo, el granito de tacto frío, y -con Rosalía de Castro- todavía duda...
«Santos e apóstoles, ¡védeos!, parece
qu'os labios moven, que falan quedo
os uns c'os outros,...
 ¿Estarán vivos? ¿Serán de pedra
aqués sembrantes tan verdadeiros,
aquelas túnicas maravillosas,
aqueles ollos de vida cheos?» (N’a Catedral)
Sant-Yago. Y en medio de toda esta visión, de este capítulo de Teología que el peregrino aprendía asombrado, la figura bondadosa del Patrón del santuario compostelano: SANT-YAGO: Nobilísima imagen sedente en actitud dulce y señorial, como re­cibiendo y dando la bienvenida a sus devotos. Está coronado con un nimbo de cobre dorado, descalzo, portando «el bordón de sus peregrinaciones», en forma de «Tau», en la mano izquierda y una larga filacteria en la derecha, con el expresivo texto bíblico: «El Señor me envió.»
Santo dos croques. Arrodillado detrás del parteluz de cara al altar mayor y al Sepulcro del Apóstol, en ademán contrito, el autor de este prodigio: el Maestro Mateo. La estatua, verdadero autorretrato, nos lo presenta relativamente joven, imberbe, con mucho pelo acaracolado y cara rellena. Las gentes le llaman «el santo dos croques», el santo de los coscorrones, porque es tradición golpear la cabeza contra la de esta estatua para que el autor de esta maravilla románica comunique a sus admiradores algo de su sabiduría.
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LA SAGRADA FAMILIA
DE GAUDÍ
      La Sagrada Familia de Barcelona, obra de Gaudí, consagra­da por Benedicto XVI el 7 de noviembre de 2010, puede ser asumida como el icono de la nueva evangelización.
      Antonio Gaudí, un joven arquitecto de solo 31 años, asumió el proyecto inicial y en poco tiempo, lo revolucionó con su propia genialidad, transformando la Sagrada Familia en la obra maestra que hoy admiramos. Su propósito no estaba exento de un gran idealismo y de una ambición positi­va. Gaudí quería conjugar mística y arte, es decir, construir al­go que hablara intuitivamente de la fe, y ninguna piedra de la construcción debía estar privada de esta referencia.
       La Sagrada Familia debería ser el lugar donde la oración fuera el primer pensamiento de cuantos entraran en ella, y el descubrimiento de lo trascendente debería acompañar el cami­no de cuantos alzaban la mirada en su interior. En un escrito su­yo lo indica explícitamente: «Estas inscripciones serán como una cinta helicoidal que subirá por las torres. Todos los que las lean, incluso los incrédulos, entonarán un himno a la Santísima Trinidad, a medida que vayan descubriendo su contenido: el Sanctus, Sanctus, Sanctus que, mientras lo lean, les conducirá la mirada hacia el cielo». Y esto fue posible porque Gaudí tu­vo una experiencia profunda de fe. Movido por el deseo de dar vida a algo verdaderamente original y extraordinario, pero en continuidad con la tradición, el arquitecto se formó en la es­cuela de teología, estudió liturgia e infundió en cada piedra del templo la historia de la salvación en la misma línea que las antiguas catedrales góticas medievales, verdaderas biblias de pie­dra. Es posible darse tangiblemente cuenta de su fe cada vez más profunda e intensa al observar la misma estructura del tem­plo.
      La primera fachada que se construyó fue la de la natividad. El misterio de la encarnación de Dios constituye el punto culmi­nante del fenómeno religioso y la originalidad propia de la fe cristiana. No es casual que Gaudí quisiera realzar la fachada con tres pórticos dedicados a las tres virtudes teologales, y co­locados respectivamente bajo la protección de las tres perso­nas de la Sagrada Familia. El pórtico central, en efecto, el más alto, está dedicado a la caridad y ve a Jesús como la expresión culminante del amor de Dios. Está construido como si fuera una gran cueva, en recuerdo de los hechos de Belén; en ella se muestran las diversas representaciones del belén: desde los pas­tores hasta los magos. En el relato del nacimiento, el niño Jesús aparece protegido por María y José, mientras que la columna de división recoge toda la genealogía de Jesús para reafirmar su presencia en la historia y su enraizamiento en el pueblo judío.
      El segundo pórtico está dedicado a la fe, cuyo icono ejem­plar es María. Aparecen representadas las escenas principales de la infancia y de la adolescencia de Jesús: en los brazos del anciano Simeón, cuando habla con los doctores de la ley en el templo y mientras aprende el trabajo de carpintero; María emerge en la escultura de la Inmaculada Concepción como la expresión más significativa del pórtico.
     El tercero representa la esperanza, que encuentra en san José su ejemplo más vívido. Gaudí quiso insertar también en estos pórticos toda la crea­ción que da gloria a Dios por el misterio del nacimiento de su Hijo. Engarzadas aquí y allá observamos las diversas especies de animales que, como en el Cántico de los tres jóvenes del li­bro de Daniel y, posteriormente, en el Cántico de las criatu­ras de san Francisco de Asís, son llamadas a bendecir al Se­ñor. La idea no es extraña en las catedrales antiguas y, en to­do caso, suscitan siempre una gran impresión las diferentes representaciones de animales con sus significados simbólicos. A su modo, Gaudí retoma la simbología de los animales que cono­cemos en la vida cotidiana. De entre todas las simbologías resulta significativa particularmente la de la tortuga, que aparece en la base de las columnas. La imagen es clara: el fundamento de todo está constituido por la fe. A lo largo de los siglos, sus contenidos fundamentales se mantienen inmutables y, sin em­bargo, no se detiene: su paso lento, pero progresivo, avanza con una constancia irreducible y llega a buen fin. Finalmente, el pináculo más espectacular de la fachada quiere ser, de una u otra manera, la síntesis de los temas tratados en los pórticos; de ahí la presencia del árbol de la vida que, en la visión del Apo­calipsis, se mantiene siempre verde y da frutos, y cuyas hojas servirán para curar a las naciones (cf. Ap 22,2). En la cumbre, la representación de la Trinidad, que encontrará en la fachada de la gloria su máximo esplendor, muestra cómo este misterio inagotable de la fe es la fuente y el punto más elevado de la vi­da creyente y, al mismo tiempo, el fin hacia el que tender, por­que invita a participar de la vida del amor trinitario de Dios.
          La fachada de la pasión provoca inmediatamente la sensación del dolor y de la tristeza. Las esculturas de Josep Maria Subirachs, que interpreta personalmente los estudios dejados por Gaudí, son duras y estilizadas, carecen de las decoracio­nes de los otros pórticos y todo tiende a acentuar el carácter dramático de los acontecimientos que llevaron a Jesús a la muerte. La palabra, en este caso, se deja a la misma dureza de la piedra y a su desnudez. Las columnas inclinadas, similares a troncos y a formas óseas, contribuyen a aumentar el sentido de la desolación de la narración. A partir de la última cena hasta la crucifixión, las escenas descritas recorren los hechos de la pasión en una sucesión que muestra el camino recorrido por Jesús hacia el Gólgota. Las armaduras de los soldados, la serpiente que inspira a Judas la traición, la oreja cortada de Malco y el sueño de Pedro en Getsemaní, encuentran su sín­tesis en el criptograma de dieciséis números, una cábala mo­derna. La suma de las 310 combinaciones posibles de los die­ciséis números es siempre y solamente el número 33, que la tradición recuerda como los años que tenía Cristo al morir.
          Si el pórtico de la natividad quería celebrar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, la fachada de la gloria honra el misterio por excelencia de la fe, representado por la Santí­sima Trinidad, y constituye, al mismo tiempo, un himno de alabanza a la divinidad de Jesucristo. Justo por esto, Gaudí la concibió con una gran luminosidad, en coherencia con las pa­labras de Jesús que invitan a ser luz del mundo (Jn 8,12).
         El arquitecto catalán tuvo solamente tiempo de esbozar es­ta fachada, pero por sus apuntes aparece claramente el men­saje que quería dejar. En ella se encuentra un verdadero cate­cismo en el que, desde la creación hasta el juicio final, se in­dica el camino hacia el cumplimiento de la vida eterna. La profesión de fe, el Padrenuestro, los sacramentos, el paraíso y el infierno... en suma, todo parece configurado para mostrar el culmen de la vida que no tendrá nunca fin. En el centro apa­rece Cristo glorioso, no exento de los signos de la pasión, pe­ro ahora rodeado de ángeles en el acto de llevar a cabo el jui­cio universal como momento culminante de la gloria adquiri­da con la muerte por amor.
         La Sagrada Familia con sus torres y agujas, que parecen rozar el cielo, obliga a mirar hacia lo alto. En ciertos aspectos, el propósito que movía a Gaudí no era diferente del que diri­gía la construcción de los claustros medievales. Cuantos pa­seaban por ellos solo podían ver el cielo; nada ni nadie podía alzarse sobre la demarcación de cielo marcada por el claustro. También en nuestro caso, quien quiera admirar la belleza de la construcción debe lanzar la mirada hacia lo alto, allí donde el misterio de la propia existencia encuentra su sentido pleno. Por otra parte, nadie puede concebir la propia vida encerrada en las solas categorías espacio-temporales. Hay algo que inci­ta a ir más allá, que obliga al sentido de trascendencia que se percibe en el interior y que traza el itinerario esencial para descifrar el enigma de la condición personal.
        La torre más alta de la Sagrada Familia está dedicada a Cris­to; constituye la representación del encuentro necesario con el Hijo de Dios, en quien se resuelve el enigma humano y halla su cumplimiento la exigencia de sentido del ser humano. Las torres de los apóstoles y la de la Virgen forman una corona que indica sobre quién debe fijarse realmente la mirada.
        Quien admira con atención la obra de Gaudí en su riqueza arquitectónica descubre la voz del ayer y la del hoy. A nadie le pasa inadvertido que se trata de una iglesia, de un espacio sa­grado que no puede confundirse con ninguna otra construcción. Sus agujas se perfilan hacia lo alto, obligando a dirigir la mira­da al cielo. Sus pilastras no tienen capiteles jónicos o corintios y, sin embargo, los evocan pero se les supera para seguir un en­trelazamiento de arcos que hace pensar en una selva donde el misterio te invade y, sin oprimirte, te ofrece, al contrario, sere­nidad. La belleza de la Sagrada Familia sabe hablar al hombre de hoy aun conservando los rasgos fundamentales del arte anti­guo. El genio de Gaudí supo combinar de modo inteligente y original la fe y el arte en una dinámica de desarrollo que no al­tera los contenidos de ambos.
                       (Rino Fisichella. La nueva evangelización. Ed. Sal Terrae. pp 133-142)


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             La irrupción
de Dios en mi vida
La vocación de San Mateo (Caravaggio)
         
          El cuadro nos presenta una escena religiosa (la vocación de Mateo. Mt 9,9-10) ambientada en la época del autor (1573-1610). Así, los personajes aparecen caracterizados con las ropas típicas de su tiempo. Sobre un fondo oscuro se sitúan en primer plano todas las figuras y la acción. Un grupo de personas, envueltas en las tinieblas del fondo, son arrancadas de la oscuridad por un rayo de luz, oblicuo y lateral, que procede de lo alto y cae en diagonal sobre la escena. La luz toca la escena desvelando a los personajes y su acción: quedan de manifiesto la realidad interna de personas y cosas. Esta luz trascendente hace de la vida el lugar del encuentro con Dios. En la vida cotidiana, en nuestro acontecer diario, la luz de Dios aparece y saca a la luz nuestra realidad más profunda. Un grupo de cambistas se ven sorprendidos en su trabajo por una presencia que interpela, cuestiona, desconcierta.
          A la derecha del cuadro Cristo entra en la escena sorprendiendo a los cambistas en su trabajo: sale de la oscuridad, su mirada es firme, segura, directa. Su presencia rompe el círculo cerrado del grupo, su mano derecha señala, pero no impone, invita, llama e interpela (recuerda a la mano de Miguel Ángel en la creación de la Capilla Sixtina). A su lado, la figura de Pedro: camina descalzo, apoyado en un bastón está delante de Jesús, parece envejecido y cansado,  una luz en la espalda parece “empujarlo” y prolonga con su mano el gesto de Jesús.
         La luz de Dios nos llega a través de Jesús, que irrumpe en la vida cotidiana y la convierte en lugar de gracia y salvación. La llamada de Cristo nos llega y se prolonga a través de la Iglesia (representada por Pedro) que ha recibido el mandato de Jesús y lo hace visible. ¿Cómo ha irrumpido Dios en mi vida? ¿A través de  qué o de quiénes me ha llegado la invitación de Jesús?
          Del grupo de personajes, dos de ellos parecen no enterarse: están a lo suyo, en su interés por contar las monedas, no perciben la presencia que se acerca.
En la escena destaca la figura de un joven (¿el joven rico del evangelio? Mt 16,19-22): viste con lujo, está apoyado cómodamente en Mateo; gira la cabeza y mira, pero más parece curiosidad que otra cosa (como si fuera una simple distracción para volver a lo de siempre)
          Y en el centro del grupo, la figura de Mateo: viste bien, es mayor, experimentado y rico, su mirada es de sorpresa porque se haya fijado en él, su mano recoge el gesto de Jesús y se hace prolongación de ella, parece comprender quién le llama y a qué.
Contempla el cuadro, deja que los personajes te hablen y te cuestionen. Ante la invitación de Jesús ¿cómo respondes? ¿sigues a lo tuyo? ¿sientes curiosidad momentánea y luego vuelves a lo de siempre? ¿estás cómodamente instalado y no dejas que nada te interpele? ¿aceptas la luz de su llamada para que te transforme y te libere? ¿eres capaz de descubrir en tu realidad cotidiana la irrupción de la Luz de Dios, que hace que todo tenga sentido?


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MANOS QUE HABLAN


Una vez más la exposición Las Edades del Hombre vuelve a entrelazar el arte y la fe, el arte como vehículo para expresar la experiencia profunda de la relación con Dios. En esta ocasión en la villa de Oña, (en el norte de la provincia de Burgos) en el monasterio de San Salvador. La exposición está dedicada al monacato (“Monacatus”).  A lo largo de seis capítulos intenta acercarnos a la vida monacal:
1.       Dios, origen, regazo y meta, donde se intenta plasmar la clave interpretativa de toda la exposición: Dios pilar fundamental de la vida y del destino del ser humano.
2.       Retirados del siglo: soledad, silencio, ascetismo, austeridad… como camino de encuentro con uno mismo y con la divinidad, con la propia hondura de la vida, con lo esencial.
3.       A ti la gloria y la alabanza: la oración como base de la vida creyente. Individual o comunitaria, recitada o cantada, acompañando las horas del día para dar gloria a Dios y santificar el curso entero del día y de la noche, y de toda actividad humana.
4.       Los trabajos y los días, donde se refleja la sencillez de la vida monástica en armonía con lo cotidiano, la naturaleza y la vida comunitaria.
5.       Dones y carismas. En este espacio se presentan de modo sintético algunos fundadores y difusores de los carismas suscitados por el Espíritu, para el bien de la Iglesia y del mundo.
6.       Monacato y monarquía. Capítulo dedicado a las relaciones históricas entre reyes y monasterios, como impulsores de  una gran labor de repoblación y colonización de territorios, así como lugar de difusión de la cultura.

La exposición se abre con esta imagen del artista logroñés Eduardo Palacios Horcajada (que ilustra también el cartel anunciador de la exposición). En un primer plano se muestran las manos entrelazadas de un monje. Manos curtidas por el paso del tiempo, manos venerables de alguien que ha gastado su vida orando y trabajando (ora et labora), dos pilares básicos de la tradición monástica, dos bases fundamentales de toda tradición cristiana. Manos que nos hablan de oración y actividad, de vida dedicada a Dios y a trabajar por los demás. Manos que expresan una actitud ante la vida: contemplación y acción; silencio y compromiso, trabajo y meditación. Y todo ello unido, entretejido, compaginado para dar a la vida un verdadero sentido.
Manos que expresan, que hablan, que comunican… Mis manos muestran aquello que me habita: manos abiertas de acogida o cerradas de egoísmo, manos tendidas que acogen o manos que rechazan; manos que levantan o que derriban; manos que hieren o que acarician; manos que comparten o quitan; manos acusadoras o que animan; manos que alaban o recriminan…. Manos que transparentan mis actitudes ante la vida. Contemplo mis manos y me pregunto ¿Qué dicen? ¿qué expresan? ¿qué comunican?...
Puedes entrar en la página www.lasedades.es conocer el proyecto de la Fundación y contemplar virtualmente la exposición.

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