UN PUEBLO QUE CAMINA
El antiguo pueblo de Dios caminó por el desierto durante cuarenta años para alcanzar
Moisés, para encontrarse con Dios, hubo de subir al monte Sinaí, donde permaneció cuarenta días.
Elías tuvo también su cita con Dios en el monte Horeb, al que llega después de cuarenta días de peregrinación. Un camino largo y costoso, porque se encontraba desarmado y despojado de todo, además de perseguido.
El pueblo cristiano también camina, especialmente en los cuarenta días cuaresmales, pero su meta no tiene que ver con la geografía o algún tipo de política O espiritualidad conquistadora. No quiere alcanzar
Caminar hacia Jesús significa sintonizar con él. Alcanzar a Jesús significa comulgar con él, vivir en él, cristificarse (cf Flp 3, 10).
Pero ¿cómo puedo yo alcanzar a Cristo si él es un gigante y yo soy un enano, si él corre a la velocidad de la luz y yo como un gusano? Pablo te da la respuesta. Más que alcanzar tú a Cristo, lo que importa es que te dejes alcanzar por él. «Continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Fil 3, 13). Dejarte alcanzar por Cristo es abrirte a él, escuchar su palabra, permitir que él te vaya moldeando a su manera, que sea tu Señor.
No te equivoques. La carrera es interior. Es en tu mayor intimidad donde ha de realizarse la conquista o el encuentro o la transformación.
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Peregrinación interior. Es entrar dentro de nosotros mismos, nuestro castillo interior, pasando de profundidad en profundidad, hasta llegar al más profundo centro, donde Dios tiene su morada.
Nuestro problema es que vivimos muy extrovertidos, estamos constante e intensamente volcados hacia fuera. ¿Quién aguanta un silencio prolongado, un día sin televisión o sin radio? Nos atraen poderosamente las fiestas, los escaparates, las diversiones, las grandes superficies comerciales. Éstos son nuestros templos, nuestras peregrinaciones y diarios ejercicios. Nos pasa como a aquellos pozos de la parábola, preocupados obsesivamente por acumular cosas en el brocal, cosificados, y olvidados de su secreto interior, que les sonaba a hueco.
Si quieres hacer un buen viaje cuaresmal: Entra, calla, escucha, ora, cree, ama, adora.
Entra. Abre para ti mismo la puerta. Interioriza la ruta. La meta que buscas está dentro, muy dentro de ti. Llama a tu propia puerta. No vivas tanto tiempo fuera de ti.
Calla. Manda callar a los vientos y tempestades agitadas. Chillan tus sentidos todos, las imaginaciones locas, las curiosidades vanas, las emociones fuertes; gritan las insatisfacciones hondas, las del placer, las de la estima, las del cariño. Impón silencio general.
Escucha. No estás acostumbrado a la escucha. Abre los oídos de tu corazón. Tu verdadera riqueza es la palabra, la de Dios y la del hermano. Guárdala dentro de ti.
Ora. Con palabras y con silencios, con gritos y con murmullos, con lágrimas y con danzas. Pide y agradece. Levanta a Dios tus manos y tu corazón. Ten siempre tres lámparas encendidas.
Cree. Una fe más confiada y alegre. Pon tu vida en sus manos. Una fe más coherente y contagiosa. Déjate amar, déjate hacer.
Ama. Es cuestión de vida o muerte, mejor, de vida y muerte. El amor es vida, pero tienes que morir primero. Dile a Jesús que te ayude a morir, que te ayude a amar, como él. Es un maestro del amor, un capitán del querer. Dile a Jesús que te ame, para que tú puedas amar con su amor.
Adora. La adoración es un himno de amor y alabanza. Dejamos de vivir para nosotros, y nos dejamos llevar por el Espíritu. El inspira y alienta nuestra adoración, «un contacto boca a boca, un beso, un abrazo, un resumen de amor» (Benedicto XVI). Cristo mismo se hace en nosotros, bajo la dirección del Espíritu, canto de alabanza y adoración.